lunes, 19 de julio de 2010

Meado de perro.

Fulgencio Rozas era todo menos su nombre. Era todo menos resplandeciente, brillante, fulguroso, despampanante. No, no se engañe. Al contrario, nada de eso. No destacaba, al menos no en la forma en la cual cualquier hombre quisiese sobresalir.
Era encorvado, de un aspecto no muy favorable. Figura enclenque, las cejas como piernas arqueadas, el cabello desaparecía con cada silbido del viento. Su sombrero y su chaqueta de paño negra, infaltable; como si hiciese falta más colores opacos en esa lúgubre ciudad de edificios grises, en donde pareciera que el humo negro proviene de las personas, no de las industrias. Nunca adquirió seguridad, por lo que resultaba una sombra, un extra silencioso en la historia que protagoniza cualquier otro personaje.
Por esta misma razón, Fulgencio jamás logró desarrollarse socialmente. Peor aún, sus padres murieron cuando era un niño. Su tía Edelmira, se hizo cargo de la crianza del pequeño. Debido a la timidez del niño, y a su escasa capacidad de entablar amistad, la vieja Edelmira entretenía a Fulgencio con historias. En una de aquellas tardes de relatos remotos, ésta confesó haber presenciado el momento en el que el perro de la familia orinaba una de las patas de la cuna del recién nacido Fulgencio. Desde ese momento, se sintió destinado a una mala racha constante. Por un instante se sintió abatido pensando en los innumerables sinsabores que le esperaban. No importaba lo que hiciese, ¡estaba marcado por la imprudencia de un vil can!
Así los años comenzaron a desenvainar. Tal como peligrosas armas apuntando, como duras sentencias hacia él. Fulgencio se mantenía impasible. El meado de perro estaba siempre presente, pero nunca demasiado, no al punto de detenerlo en su vida. Aunque claro, nada salía como quería.
Llegados los treinta, aún no conocía una mujer. Y qué hablar de hijos. Menos amigos. Y trabajo… Un borracho intentando dirigir una orquesta era más hábil que él.
Fulgencio estaba solo y comenzaba a avistar una desconcertante conclusión que previamente habíamos esbozado. Era tan miserable que no era capaz de llevar las riendas de su propia vida. No era él protagonista de ésta, sino más bien, el azar. El azar era quien llevaba a Fulgencio cual pececillo en un río caudaloso, en donde la corriente prima, y los pequeños seres no hacen más que seguirla.
Nuestro personaje comienza a inquietarse, y junto con ello, se indigna. Que molesto resulta enfrentarse a lo azaroso, sobre todo cuando nunca ha estado de su lado. Que sórdido es luchar contra la meada de un perro, que al parecer, resulta peor condena que cualquiera de las que ha inventado el hombre en el orden social. ¡Orina canina antes que la cárcel! ¡Orina canina antes que el patíbulo!
Fulgencio era cada día menos Fulgencio, si es que alguna vez el fulgor lo acompañó. Aburrido de la pesadumbre de la rutina acostumbrada al desencanto, decidió enfrentarse al azar. Quería tomar venganza, reivindicarse. Tenía un plan del cual salir derrotado era imposible.
Tomó una pequeña cantidad de dinero, lo último que le quedaba, y se dirigió al casino. Jugó y apostó varias horas, hasta que finalmente, se encuentra de golpe con una gran sorpresa. En sus manos tenía un millón de pesos. Inesperadamente el azar estaba de su lado. No lo podía creer.
Lejos de regocijarse, Fulgencio se encontraba aturdido. Camino a casa comenzó a ser invadido por una actitud desafiante, incrédula, un tanto rabiosa. Sentía desconfianza. Si el azar había sido ingrato con él todos estos años, ¿por qué el cambio ahora?
Aburrido de sentirse como una marioneta, Fulgencio, más que doblar la mano del azar, buscaba dignificarse. Ahora la muy caprichosa permitía que recibiese un millón de pesos. No podía ser que todo ese tiempo la suerte fuese la conductora de su vida, tenía que darle una lección. Quería sentir que era dueño de su vida, y el principal autor de su historia, que aunque desdichada, y meada, era suya, propia.
-¡El que ríe último, ríe mejor!- Gritó al llegar a casa.
Acto seguido, Fulgencio abrió todas las salidas de gas de la cocina. Se paseó varios minutos. De pronto recordó que tenía un cigarrillo en su abrigo, lo encendió.

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