martes, 17 de agosto de 2010

Escalera al infierno.

La calle estaba húmeda, había estado lloviendo por casi tres días seguidos. Iba ensimismada, barajando posibilidades, opciones, las más diversas. Y mientras consideraba cada una, pareciera que alguien estrujara su estómago como mantel de cocina. El peso sobre ella ya estaba; como veinte sacos de harina cargándolos al mismo tiempo. Cada músculo apretado, tenso. Y un sudor helado que recorría la espalda.

Luego de unos minutos, estaba decidida, no podía esperar. Por unos segundos mordió su labio inferior tan fuerte, que al asomar la sangre, fue como si ese sabor salado tuviese una propiedad luminosa: no podía tener ese hijo. No. Del tema había escuchado bastante. En su casa decían que era pecado, asesinato. En el colegio, enseñaban que quienes lo hicieran, arderían en la caldera del diablo. Sus amigas seguramente la instarían a soportar las humillaciones eventuales, estaban aburridas y sería la ocasión perfecta para una nueva mascota en el grupo. Ella en cambio, estaba segura de que el infierno no existía, y si existía, era este. Si sus amigas querían entretención, que compraran un perro, o, mejor, que las preñadas fueran ellas.

No dejaba de pensar en las enseñanzas de Sor Beatriz, y de lo inquietante que sonaba arder vivo. Luego pensó, sería como Cronos engullendo a sus hijos.

Bajaba la última escalera para despedir el cerro. Horrorizada resbaló. Rodó.

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