lunes, 20 de septiembre de 2010

Inasible.

A D. I.

Los sábados olían a perfume de hombre y tabaco. También eran días de sinfonía de tripas. Pero qué importaba el hambre, o el sueño. Importaba verlo, escucharlo, conversar.
Sus ojos eran almendrados, medio achinados. Usaba el pelo corto, rapado. Las canas ya asomaban. Hasta en el bigote. Su sonrisa era pícara, cómplice. Como si siempre supiera lo que estaba pensando; y tal vez al leer mi mente, viera la inmoralidad, la fascinación, o el respeto, y lo guardara como secreto. Su mirada, tan intensa, profunda, insinuante, invadía con hogueras mi mente quinceañera.
Con el paso del tiempo se transformó en mi cómplice. Siempre lo llamaba y hablábamos por horas. Mis compañeras me preguntaban por él con mirada insidiosa. En el colegio siempre se referían a él con cierto recelo. Era el outsider por excelencia en el pueblo, el enemigo de las instituciones, de los convencionalismos. Y eso me dejaba pasmada.
Él fue el primero en incentivar mi escritura. Leyó algunos de mis primeros cuentitos. Y pese a saber tanto, fue indulgente, nunca los destrozó. Me decía Cata, lee esto. Entonces encendía un cigarro y se paseaba por la casa, esperando a que terminara de leer. De fondo bossanova, en un disco que no terminaba nunca. O que se repetía pero no me daba cuenta. Me mostró el cielo marica de Lemebel, a Benedetti, a Cortázar, la golondrina golonchina de Huidobro. Me hablaba de Chomsky y Maturana, y yo no entendía mucho, pero me parecía increíble igual. Mi mirada seguramente borboteaba fuegos artificiales, o por lo menos, una llamarada.
Siempre me dijo que debía irme lejos. Lo hice. Tal vez ahí comenzó el principio del fin. El primer año lo llamé un par de veces, quería contarle mis aventuras. El segundo año las cosas fueron agrias. Un día me gritó por teléfono y dijo que despertara, que dejara de huevear. Ese fue el momento en que la distancia hizo su parte.
Un día de marzo me dijeron que estaba enfermo, desahuciado. Quería saber de él, escucharlo. Tal vez no era cierto. Pueblo chico, infierno grande, dicen. Pero había decidido recluirse, alejarse del mundo. No quería hablar, no quería ser visto.
El último día de septiembre recibí un llamado. Era de noche. Había muerto. Creo que grité. Y luego lloré. Lloré días, semanas. Sigo llorando.
Al día siguiente comencé a averiguar acerca del funeral. No me importaba donde fuera, por él habría viajado a China. Pero no hubo funeral. No quería ser sepultado, no quería estar en un cementerio. Su cuerpo fue consumido por las llamas, y las cenizas fueron esparcidas en un parque lejano, cerca de Santiago. La muerte le arrancó todo, pero él se encargó de que al menos fuese a su manera.
No hay día en que no lo recuerde. A veces me gusta pensar que me está observando, y que ha dispuesto todo para mí. Cuando entré al taller sólo pensaba en él, y en las ganas que tenía de contárselo. Quizás se habría sentido orgulloso, me habría dado mil consejos. Le mostraría lo que hago; mis cuentos, mis trabajos, mis ideas. Pero no está. Ha desaparecido. No está muerto. En mi mente, en mis recuerdos, sigue fumando y riendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario