sábado, 2 de octubre de 2010

Escape/versión final

Un golpe. Dos golpes. Tres. Varios latigazos. Una quemadura; muchas. Un chirrido. Luego chillidos. Clamaban por piedad, pero no había caso. Debían pagar por su terquedad. Les decían que no y volvían a hacerlo. ¡Estoy diciendo que se queden ahí, porfiados! Y al oír esta exhortación, quedaban impávidos esperando a que ocurriera lo peor. Con una voz patronal, y el fusil enfrente, eran dirigidos al lugar exacto en el que debían estar.
Junto con el lugar, venían las indicaciones. Escuchaban impasibles, mientras les gritaban exigiendo obediencia. Ante el menor atisbo de relajo, volvían los manotazos, los gritos, los chirridos y los chillidos.
Era una situación asfixiante. Frente a la situación de mierda, comprendieron que el escenario, cual campo de concentración, exigía una salida, una solución, un escape.
Organizados, comenzaron a huir. Lentamente, en el silencio de las cómplices noches. Algunas veces en solitario, otras, en grupo. Al marcharse, unos con otros se despedían y manifestaban su amarga alegría. Si en la oscuridad te detenías, podías escuchar los adioses, y los deseos de una vida mejor.
Una mañana, el fusil volvió a buscarlos para continuar con el martirio, para que no olvidaran cómo debían comportarse. Los alaridos y manotazos, una vez más. Los pocos que quedaban, valientes, no se preocuparon por aparentar sumisión. No había nada que perder. Frente a la rebeldía, el opresor desesperó. El poder es legitimado por el pueblo, por los subalternos, por los esclavos; si no hay acatamiento, no hay autoridad. Como un intento desesperado, el fusil abrió fuego. Pero antes de que pudiera ultimar a alguien, era demasiado tarde. Escaparon todos. El fuego se detuvo. Era inútil. Sin prisioneros en la cabeza, no había nada que secar, o estirar.

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