miércoles, 27 de octubre de 2010

Mañanas Descompuestas.

Con el frío del alba, pareciera que apresurara el paso. Su novel cuerpo se encontraba entumecido entre la niebla y humedad. Circulaban pocas almas a esa hora por la calle, por lo que el sonido de su carro y la escoba retumbaban por cada rincón. Algunos mendigos sentían su sueño inquietado por aquel choque contra las baldosas. Al ver que se trataba de aquel larguirucho cuerpo que danzaba dentro de un overol, se reacomodaban y volvían a dormir.
Pese a su juventud, y aspecto imberbe, había aprendido los rigores de la calle hacía mucho. Desde pequeño vendió parches curitas, helados, aspirinas, pañuelos, chocolates, rosas y un sinfín de objetos que le permitiesen sobrevivir. Ese mismo instinto de sobrevivencia lo llevó a pelear por un poco de comida más de alguna vez. Y fue precisamente en uno de aquellos enfrentamientos, en el cual ganó su particular apodo. Su nombre de pila era Fulgencio; su nombre real, como prefería aclarar, era Diente de Tecla.
Su mirada desbordaba picardía, con una dulzura impermeabilizada, pese a la aspereza que a diario salía a encararlo, cual perro bravo. Diente de Tecla llevaba su sonrisa impertérrita, de la cual sobresalía su particular dentadura- como enormes manteles blancos colgados en el patio-, sin importar los hedores, ni la basura que debía acarrear. Con justa razón entonces te digo que tienes un trabajo de mierda, le dijo un viejecito que una vez compartió un cigarrillo con él.
Una mañana, mientras vaciaba un basurero, creyó ver caer un objeto que por su color resplandecía del resto. Se detuvo unos segundos pensando si debía hurgar en ese momento, y de esa forma, saber de qué se trataba. Decidió avanzar unos metros más allá, esperando encontrar un rincón a salvo de la bruma. En cuanto se aparcó, introdujo la mano y el antebrazo al carro. Agachado comenzó a mover los desechos. Logró asir el extraño cuerpo que había perturbado su atención. Percatándose de su textura, pensó que podía ser un animal muerto. Movió la cabeza en ambas direcciones para asegurarse de que nadie estuviese cerca y sacó la mano. Era una oreja y aún estaba tibia. Abrió sus ojos enormes, tan grandes que podría haberlos expulsado de su órbita con la fuerza de la impresión. De inmediato buscó un paño bajo el overol. Envolvió el hallazgo y lo guardó en su bolsillo.
Recordaba aquella vez que presenció una pelea en la cual un marido celoso mutilaba la oreja de su mujer, y ésta, luego de gritar por horas de dolor, había sobrevivido. De seguro la persona que la perdió debe estar bien-pensó-tal vez tener dos orejas fuese avaricia, pues con una podemos escuchar de igual forma. Con aquella reflexión dio la decisión por hecha: no compartiría el suceso con nadie.
Con el pasar de las horas, comenzó a empaparse de una desconocida sensación, algo fresco. El día se desarrollaba particularmente confortable. Al barrer la calle, un par de personas advirtieron su presencia y le sonrieron. Una muchacha se atrevió a ir junto a él en el microbús, incluso el chofer de éste frenó amablemente cuando Diente de Tecla esperaba bajar. Antes de entregarse al descanso, concluyó que, sin duda había sido un día diferente, especial. El corazón de Diente de Tecla brincaba de éxtasis, y con cada brinco, asomaba por la boca. La oreja causaba aquella dicha; sería su nuevo amuleto.
Al día siguiente, Diente de Tecla se encontraba una vez más barriendo las veredas. Era el mismo silencio, sólo interrumpido por una alarma lejana, además, claro, de las ruedas de su carro quejándose contra las baldosas. También estaba la misma bruma que dibujaba a las personas borrosas, levitando cual fantasmas.
Luego de recorrer algunas calles, la niebla comenzó lentamente a disipar, como si el día, al despejarse, quisiera anunciar algo.
Al llegar al mismo basurero del hallazgo de la jornada anterior, Diente de Tecla sintió una leve comezón en las extremidades. Sin pensarlo demasiado, desbordando ansiedad, introdujo el antebrazo en el recipiente. Por unos segundos no sintió nada particular y un sentimiento similar al desdén lo envolvió. Eso cambió cuando pudo palpar algo tibio. Su cara parecía luz de semáforo, y su prominente dentadura podía confundirse con un destello galáctico. Al inspeccionar el descubrimiento reciente, observó que esta vez se trataba de un corazón. Con el mismo cuidado que el día anterior, sacó un paño y guardó con delicadeza y devoción el órgano. Para él, esta vez el acontecimiento estaba dotado de un significado mayor. Siempre se había preguntado qué se sentiría ser el dueño del corazón de alguien. Aquel día su pregunta recibía respuesta. Quizás no fuese del modo convencional, pero Diente de Tecla sentía que adquiría importancia. Tenía bajo su poder algo que para otra persona era vital. Pensaba en las propiedades adjudicadas a la oreja; ¡no podía esperar por ver los efectos en un órgano indispensable!
Estaba animado. Aferrado a la idea de que su suerte podría dar un giro rotundo, se encontraba expectante frente a cualquier evento extraordinario y favorable.
Sus anhelos fueron concretados cuando recibió el trato cordial de una mujer cincuentona, que al interceptar su camino, murmulló con una dulce voz algo así como permiso, hijo. O tal vez, disculpe, hijo. Diente de Tecla estaba anonadado. ¡Por segundo día consecutivo era advertido por alguien! Indudablemente, la oreja y el corazón poseían propiedades especiales.
Durante lo que quedaba de día, pensaba en los últimos eventos. Esperanzado vislumbraba un gran cambio. Quería saber qué deparaba el destino, pues para él, los descubrimientos entre la basura eran presagios.
Al día siguiente, temprano, antes de internarse una vez más en aquella jungla dormida, decidió traer consigo sus nuevos amuletos. No podía esperar por ver el efecto del poder de ambos preciados objetos al mismo tiempo. Pensaba que quizás esta vez encontraría una cantidad millonaria de dinero. O quizás caerían rendidos ante el irresistible encanto de su dentadura sobresaliente. Se percató de que aquella mañana era distinta, la niebla habitual había desaparecido, y el sol comenzaba a levantarse. Para él también sería una señal.
Iniciado el recorrido, la expresión y actitud de Diente de Tecla mostraban una alegría excepcional. Mientras silbaba, ejecutaba un leve movimiento de cabeza, como si bailara la canción que tarareaba. A cada paso, el entusiasmo acrecentaba. Cada vez más cerca del basurero de la suerte, su corazón latía más y más fuerte. Sus manos sudaban. No podía esperar por saber cuál sería el hallazgo correspondiente, ni menos, qué felices efectos traería.

Visualizó una aureola alrededor del basurero, abalanzándose sobre él. Mientras su mano nadaba entre la porquería, su cuerpo sufría espasmos. Al sentir el encuentro con otra mano, se detuvo de golpe. Sus ojos nuevamente parecían a punto de estallar. Extrajo la mano y notó que pertenecía a una mujer, pues sus uñas estaban cuidadosamente pintadas de rojo.
Absorto, examinando la extremidad cercenada, Diente de Tecla ignoró ladridos que se aproximaban. Una jauría fue convocada por el fuerte hedor que expelía no tan sólo la mano, también la oreja y el corazón, envueltos en el bolsillo de su uniforme. Sólo se reincorporó al ver que habían arrebatado de sus manos la mano femenina.
No conformes con ello, las bestias se arrojaron sobre él. El olor a descomposición lo había delatado. Al escuchar los rugidos de hambre de los atacantes, presa del miedo, no vio otra opción más que pedir auxilio. Sus gritos, tan intensos, podían escucharse por kilómetros a la redonda. En segundos, estaba rodeado de personas.
A patadas lograron apartar a los perros. Diente de Tecla estaba en el suelo, con harapos que antes eran ropa y overol. Sudaba y gemía luego del alboroto. Primero tocó sus canillas al descubierto. Luego comenzó a buscar sus amuletos. Pero entonces era demasiado tarde. Levantó la vista y observó la cara de espanto y asco de los desconocidos. ¡Es un asesino, fíjense en esa oreja y en los restos de esa mano! ¡Qué tremendo, Dios Mío!, exclamó una mujer mayor.
Al ser interrogado por los restos mutilados, Diente de Tecla no afirmaba ni negaba nada. Sólo lamentaba la pérdida de sus objetos más preciados, lo único valioso que atesoraba.

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